La fiesta de los toros es un permanente juego con la muerte. Y es, a su vez, la conjugación mística de una serie de ritos que se inician mucho antes del espectáculo mismo. Ritos de una celebración ancestral, en la que el torero se convierte en el “sacerdote” u oficiante de dicha ceremonia. El espectáculo taurino, desde sus mismos inicios, ha estado permanentemente ligado a lo religioso. Prueba de ello son los múltiples íconos y fragmentos del espectáculo que han ido incorporando simbologías, nombres de santos, y otras convicciones religiosas.
TORO Y TORERO: ARTÍFICES DEL RITUAL
El rito inicial es vida misma, que se renueva tarde a tarde en el ruedo taurino. El hombre y el animal, protagonistas del ceremonial, ofrendan generosamente sus vidas.
El toro de lidia llegará horas antes de la corrida al coso taurino, trayendo desde el campo bravo un intenso y hermoso bagaje: los años plenamente vividos en los que maceró su bravura y dio sustancia y forma a la hermosura de su especie zoológica.
El torero, por su parte, ha dejado guardado en un cajón sus años de infancia, pensando en el toro, en la gloria. Desde muy pequeño, el torero sueña con vérselas con el fiero toro de lidia,venciendo generosamente sus miedos y temores más negros,ofrenda que renueva la esperanza de triunfo de la vida sobre la muerte.
Para el torero, el ritual del espectáculo comienza en su soledad, en un cuarto de hotel de cualquier pueblo o ciudad. Se recoge íntimamente para orar y ponerse en manos del Todopoderoso, para que lo libre de todo mal. Para ello, despliega sobre su mesa de noche o repisa toda la imaginería que expresa sus creencias religiosas: estampas de santos y vírgenes, cuidadosamente dispuestos al amparo de una vela; repasa con devoción algunas oraciones que le dan fuerza y le confortan el espíritu.
VESTIRSE DE TORERO
Sobre una silla, como manda la tradición y el ritual, se habrá dispuesto el traje de luces: la taleguilla, colocada cuidadosamente sobre el asiento. Sobre esta, la montera -¡jamás sobre la cama, porque es malfario!-; el chaleco y la chaquetilla, dispuestos sobre el espaldar de la silla, dejan ver sus bellísimos bordados en seda y lentejuela; el capote de paseo espera pacientemente el momento de envolverle al torero, momentos antes del paseíllo, tarea que supone en sí misma casi un rito mismo.
Un par de horas antes de la corrida, y apenas sin haber comido, el diestro comienza el ritual de vestirse de torero. Da inicio su particular pasión, en secreto y a puerta cerrada. Le acompañarán tan sólo su mozo de espadas y alguno de sus más íntimos. El silencio se impone, pues no cabe mayor diálogo ni argumento. Si acaso, romperá el silencio un pasodoble añejo con sabor torero tarareado tímidamente por el matador.
Para el torero, vestirse de luces es un honor y un orgullo. Se cubre la piel del hombre para que resplandezca la armadura del héroe y del mito momentos más tarde en el coso taurino. Cada tarde, el ritual de vestirse de luces evoca dramáticamente a la mortaja, último atuendo del ser mortal que deja lo terreno para trascender a lo eterno.
EL PASEÍLLO
Minutos antes de que se abra el portón de doble hoja del patio de cuadrillas, los toreros pasan quizá sus momentos más angustiosos. La ansiedad y los nervios se dibujan en sus gestos duros o en las sonrisas un tanto fingidas, entre el ir y venir de la gente que rodea a los toreros, en busca de un autógrafo, un apretón de mano o una fotografía con el maestro.
Entonces, es preferible refugiarse en la pequilla capilla de la plaza para ponerse en presencia del Todopoderoso, una vez más. Otros, prefieren un rincón solitario y que nadie ni nada les perturbe; así pueden imaginar la faena soñada… y la gloria.
Clarines y Timbales anuncian el inicio de la corrida. Liados el capote de paseo, los toreros actuantes aprietan fuerte el cuerpo, las manos, los glúteos y miran al cielo o a los tendidos. Se desean suerte, y que sea lo que Dios quiera.
El paseíllo es uno de los momentos más sublimes y ceremoniosos del espectáculo. La elegancia y altivez de los matadores que dirigen las cuadrillas; el colorido y belleza de los trajes; el runruneo de la plaza y los acordes dramáticos del pasodoble que se desgrana de las alturas, acompañan el inicio de la corrida. La suerte está echada, no hay vuelta atrás.
EL TORO: OFRENDA NECESARIA
La ofrenda, elemento indispensable del ritual, es por supuesto el toro bravo. Animal fiero y hermoso donde los haya, nace, vive y muere por y para este ceremonial.
Todo un lujo de ofrenda, que vende muy cara su muerte en el ruedo. Muerte digna, alejada de procesadoras de alimentos, o industrias de balanceados, que transforman animales en subproductos de consumo de las sociedades.
El toro vive, aún luego de muerto porque es fuerza creadora. El toro sale a la plaza y recibe la admiración y aclamación por su belleza sin igual, por su bravura y su soberbia. “Bruto glorioso, divino salvaje, el toro es indomable”, dice de él Gougand.
LA SANGRE IMPRIME VIDA NUEVA
En el sacrificio, la sangre el es medio purificador. En la fiesta brava, la sangre derramada es igualmente el elemento que valida un espectáculo que es más real y auténtico que cualquiera otra manifestación cultural o artística. Toro y torero provienen de la sangre, y expandirla o derramarla es sinónimo de regeneración. Conjunción mística con los elementos naturales: tierra, fuego y sol.
TORO Y TORERO: UNA RELACIÓN INDISOLUBLE
Juntos, toro y torero protagonizarán la obra artística más completa y hermosa que pueda existir. La faena, en sus diferentes fases, es un compendio de toda expresión de arte. Es el epicentro del que han partido verdaderas joyas de la escultura, la pintura, la música, la literatura y la danza, a cargo de sus más insignes exponentes.
LA PUREZA DE LAS FORMAS
Y el ritual continúa con la lidia. Cada capotazo o muletazo deberá ser ejecutado dentro de unos cánones de pureza y verdad para alcanzar lo sublime, para crear arte trascendente. Mientras más cerca pase el toro del cuerpo del torero, habrá más verdad y generosidad; mientras más lento sea el toreo, habrá más pureza. Mientras más en redondo el toreo, más cercano y comparable al cosmos.
LA MUERTE: SÍMBOLO DE ENTREGA
La muerte imprime un sello indeleble a una apasionada entrega entre toro y torero. Ciertamente, la mayoría de las veces es el torero el que se levanta con el triunfo, una vez culminada la suerte suprema. Cuando el torero monta su espada, se entrega devotamente a su pasión y a su propio destino. Este será el único momento de la lidia en el que el diestro perderá de vista las armas mortales de su oponente, para concentrarse en el sitio en el que ha de introducir el acero.
Así y todo, no hay que olvidar que la historia taurina está tapizada de nombres de toreros, muertos también por asta de toro. Es entonces cuando la dimensión de héroe y mito se cumple a cabalidad. Porque el torero es conciente del terreno que pisa y de la muerte que le espera.
Sabe con total certeza cuál será su victimario, y sin embargo se entrega con pasión a ese probable sacrificio; juega con el y entrega su cuerpo frágil a la fuerza descomunal de su enemigo.
La fiesta de los toros vive porque renace cada tarde, con la consumación de toros y cada uno de sus ritos y símbolos. Porque su magia, colorido y dramatismo no la dejan pasar desapercibida. No hay medias tintas ni paños tibios en ella: o se la ama y se la vive con pasión, o se la rechaza.